Queremos
desde la Asociación de Mujeres Progresistas convocaros al Acto del 25 de
Octubre a las doce de la mañana que, como
todos los veinticinco de cada mes, tendrá lugar la concentración en el
ayuntamiento como rechazo a la violencia de género y en apoyo a sus víctimas.
Que sirva de homenaje a todas ellas la historia de la primera mujer que denunció
violencia de género una Alcalaína “Francisca de Pedraza”.
Nos
situamos en 1624 la España del barroco y la contrarreforma. La España que
consolidaba los tribunales de la Inquisición, el dogma y donde la mujer no
ocupaba ningún espacio, fuera del ámbito cortesano y conventual.
Francisca logró el divorcio,
orden de alejamiento y que su marido le devolviera la dote después de tener que
ir a la justicia ordinaria que la remitió a la eclesiástica y finalmente la
justicia de la universidad de Alcalá marcó una sentencia para la Historia. Fue
el rector, Álvaro de Ayala, el primer rector graduado en ambos derechos: el
canónico y el privado quien presidía el Tribunal
La novelista Nerea Riesco resume de esta manera la
historia que aparece en el libro "Una alcalaína frente al mundo. El divorcio de
Francisca de Pedraza", de Ignacio Ruiz Rodríguez y Fernando
Bermejo Batanero (Ediciones Bornova):
“El día que Jerónimo de Jaras arrancó, a
golpe de patadas en el vientre, en plena calle, la criatura que Francisca de Pedraza llevaba
en las entrañas, ella, de forma unilateral y sin consultarlo con nadie, decidió
que había llegado el momento de considerarse liberada de las promesas que le
hizo frente al altar cuando se casaron.
De poco sirvieron los consejos del
párroco de la cervantina Alcalá de Henares (Madrid) en los que le indicaba que
a este mundo se venía a sufrir y que semejante decisión la abocaría al fuego
eterno. Eso no le asustaba; en el
infierno ya vivía desde que dejó el convento donde fue educada por
las monjas complutenses para pasar a estar tutelada por el que sería su marido.
Estaba convencida de que las calderas de Pedro Botero no podían ser tan crueles
como aquel hombre que hacía gracietas en la taberna entre vaso y vaso, ese
dicharachero que se transformaba en un monstruo al llegar a casa borracho, mientras
le escupía en la cara lo mala madre y esposa que era, tirándole al suelo el
plato de lentejas, asegurándole que ni para cocinar, ni para un revolcón
servía.
No parecía sencillo de alcanzar el deseo
de Francisca de liberarse de su marido. A fin de cuentas era huérfana de padre y madre y
le costaba trabajo creer que las monjas estuvieran dispuestas a aceptarla de
nuevo teniendo en cuenta la grave ofensa al sagrado vínculo del matrimonio que
pensaba cometer. "En la salud y en la enfermedad, en la riqueza y la
pobreza, hasta que la muerte os separe...", había jurado.
La muerte, una tentadora idea que más de
una vez se le pasó por la cabeza. Demasiado fácil quizá. ¿Qué sería de sus
hijos si hacía eso? Los dejaría en manos de aquel
maltratador que jamás se había sentido tentado a otorgarles una caricia.
Era como si Jerónimo de Jaras viese en aquellas criaturas una prolongación de
ella misma, y ya empezaba a atisbarse la animadversión que le provocaban sus
gritos infantiles, sus carreras y sus llantos nocturnos. No podía dejarles
solos con él.
Un día Francisca vio con claridad la
solución: acudiría a la justicia
ordinaria. La justicia, como su propio nombre indicaba, debía ayudarla
en una situación tan injusta. Pero pronto su dicha se convirtió en desencanto.
Le explicaron que ellos no
eran competentes para tratar de asuntos que tenían que ver con vínculos tan
sagrados como el del matrimonio, así que la remitieron a la
justicia eclesiástica. Y Francisca, que a esas alturas se sentía incapaz de
seguir compartiendo su vida con semejante cafre, que llevaba ya un buen tiempo
intentando sortear sus palizas pasando desapercibida, hablándole lo justo,
caminando por la casa sin hacer ruido, como una sonámbula de algodón,
cumpliendo con cada una de las tareas del hogar sin un aspaviento, sin una
queja o un mal gesto, se presentó ante la jurisdicción eclesiástica con las
pruebas que demostraban cómo su marido se excedía en las palizas.
Ante el tribunal se desabrochó el jubón
y la camisa y mostró, llena de pudor, su maltrecho cuerpo cuajado de moratones.
Tras el estupor inicial, y con semejantes pruebas ante sus ojos, los eclesiásticos no pudieron quedar
indiferentes. En una sentencia sin precedentes [la reproducimos]
recomendaron a Jerónimo que fuese "bueno, honesto y considerado con la
demandante, y no le haga semejantes malos tratamientos como se dice que le
hace".
Pero las
recomendaciones eclesiásticas no surtieron el efecto deseado por
Francisca ya que, al llegar a casa, Jerónimo
le propinó tal paliza por chivata que la dejó medio muerta, tirada
en el suelo de la cocina, con el alma poco afianzada al cuerpo, preguntándose
si no sería mejor encontrar la libertad en el más allá, ya que era evidente que
en el más acá jamás la conseguiría.
Y entonces, como si el mismo Dios hubiera
recibido el mensaje, un rayo de iluminación le indicó el camino. Se decidió a
solicitar al nuncio del Papa en tierras de España que llevase su pleito a la
jurisdicción universitaria; el único lugar en el que ella consideró que
alcanzaría la justicia que llevaba más de cinco años buscando. A fin de
cuentas, la Universidad estaba constituida por hombres sabios. Y así fue, en la corte de justicia de la
Universidad de Alcalá se celebró un sorprendente pleito de divorcio.
Francisca de Pedraza, mujer y madre, contra su maltratador y esposo: Jerónimo
de Jaras. Al frente del tribunal, por suerte para ella, estaba una de las
personalidades más ilustres de la Universidad: Álvaro de Ayala, el primer
rector graduado en ambos derechos: el canónico y el privado.
Él, tras estudiar el caso, escuchar a la
demandante, a los testigos de la brutal paliza en la que Francisca perdió al
hijo que esperaba y observar las marcas que años de vejaciones habían dejado en
el cuerpo de la mujer, decidió dictar una
sentencia pionera y ejemplar. Francisca de Pedraza obtenía así el
divorcio, lo cual le permitía no vivir bajo el mismo techo que Jerónimo de
Jaras; su cruel maltratador. Pero eso no fue todo, su marido tenía que devolver
la dote que recibió el día de su matrimonio y le prohibía que ni él, ni nadie
relacionado con él, pudiera hacerle algún mal ni se acercase nunca más a
Francisca. Desde ese mismo instante, ya no tenían nada que ver el uno con el
otro. En el año 1624, al fin se le hizo justicia.”
Que nos
sirva como ejemplo de que la lucha no es inútil y de que todas juntas lo
podemos conseguir.
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