“Mujer que sabe latín no tiene marido ni buen fin”

por María José García Mesa.
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En España en los siglos de oro, la instrucción era muy deficiente y concretamente la  de las mujeres  era un  asunto muy  complicado y no exento de disquisiciones.
La mujer es considerada un ser voluble , poco fiable  e inferior al hombre en todos los sentidos. De manera que su entrenamiento debe limitarse a aquellas disciplinas que la conduzcan al matrimonio  y la perfeccionen en función de los intereses del cabeza de familia, como la perfecta casada y ama de casa que se espera que sea.
 Así que no empezó Francisca de Pedraza con muy bien pie su andadura en aquellos mundos y en aquellos siglos. Quedó huérfana muy pronto y se decidió que sería internada en un convento para  su educación y sustento. Intramuros la vida  no debió ser un camino de rosas, pero techo y comida los tenía asegurados.
En el convento las niñas entraban a cargo de una monja tutora. Una parte de ellas sólo acudía temporalmente, mientras duraba su educación. El coste de su alimentación y de su enseñanza era pagado en ocasiones por las mismas religiosas que habitaban el convento en calidad de familiares, en otras eran los mismos padres o la caridad quienes se encargaban de ello. Cuando terminaban su período de formación, la mayoría volvía con sus familias para casarse, otras, en cambio, permanecían en el claustro después de terminada la enseñanza tradicional, para tomar los hábitos. 
La instrucción que se les proporcionaba era la tradicional para las mujeres en aquellos tiempos: rezos, costura, bordados y lectura sagrada; nada de latines ni ciencias  inservibles y perturbadoras. Además, el control físico y espiritual era rasgo esencial en este tipo de educación conventual. La mujer, débil por naturaleza, y convencida por la serpiente, se enfrentó al poder divino, asumiendo el deseo de conocer  lo prohibido; consecuentemente, el árbol de la ciencia quedó vetado para las mujeres, asociado al pecado original para siempre. Por otro lado, el estricto sometimiento a la regla escogida -que solía combinar la educación religiosa con el trabajo manual- dejaba también poco margen para una instrucción superior. 
 Curiosamente, sin embargo,  y a pesar de lo que podría pensarse, las mujeres que optaban por la vida religiosa tenían una vida personal más intensa que las seglares inmersas en las prácticas de la filosofía patriarcal y centradas básicamente  en el culto al marido y a los hijos.
 Todos estos inconvenientes hacían que  la elección entre matrimonio y convento no fuera  sencilla ni  del todo libre. En ambos casos era necesario un acuerdo y apoyo familiar y, obviamente  un nivel social y económico mínimo. 
En cualquier caso, de haber sabido Francisca la vida que le esperaba junto al compañero que le tocó en suerte, posiblemente hubiese optado por tomar el velo y convertirse en esposa de cristo, quien al menos no la hubiera molido a palos como lo hizo su marido.
Y es que la vida de las mujeres siempre ha sido difícil. Fray Antonio Núñez de Miranda, confesor de sor juan Inés de la cruz, lo sabía bien y lo refleja en las  recomendaciones que él mismo escribió para convertirse en una buena religiosa, mujer  al fin y al cabo.
“Os habéis de portar como si no tuvierais cuerpo, que padece, ni alma, que padece, ni potencia que entienda, ni voluntad que ame, ni sentidos que ven, huelen, ni gustan, ni tocan, ni pies que anden [...] No habéis de tener comunidad, ni honra, ni puesto, ni estimación, ni gracia, ni talento; porque os desafiarán, por quitároslo, impedirlo, oscurecerlo, ahogarlo ...”
¿Para qué querrían las mujeres el latín, pues?

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